..Una vez más..los perros judíos metidos en todas las mierdas habidas y por haber...

jueves, 2 de mayo de 2013

Persia delenda est



Pues sí, hay que destruir Irán como sea, por lógica y a cualquier costo, incluso si ello da lugar a un conflicto regional o mundial imposible de controlar. Algunas declaraciones oficiales de China y Rusia contemplan esa posibilidad. China, superpotencia militar, ya ha multiplicado en estos últimos años las advertencias en cuanto a las situaciones incontrolables que podrían producirse en el Medio Oriente, región de crisis que ya cuenta 60 años de inestabilidad permanente, especialmente en los últimos 20 años. Esas crisis van en aumento y las tensiones Este-Oeste van a la par, a tal punto que se puede hablar de guerra fría, y esto se hace cada día más claro en el contexto de la crisis siria.

Es por eso que, entre las amenazas recurrentes en estos últimos años de ataques unilaterales contra las instalaciones nucleares iraníes por la aviación israelí o por misiles de crucero embarcados en los submarinos furtivos proporcionados por la Alemania de Angela Merkel, muchos observadores prudentes pronostican un incendio dentro de poco, quizás en los próximos meses.

Los anuncios de guerra inminente no son nada nuevo, pero no por eso es menor el peligro asoma, que parece cada vez más cercano.

Hay que destruir Irán, no por ser una nación chiita, sino por tratarse de una «teocracia nacionalitaria» que hay que «normalizar». O sea, no es que se pretenda atacar el Islam. El objetivo es el Estado-nación, modelo y concepto contra el cual la democracia universal, participativa y descentralizada, ha declarado una guerra sin piedad desde 1945. A la Nación, desde la Segunda Guerra Mundial, se le acusa de todos los males, empezando por la guerra. Sin embargo, a pesar de lo que dijo recientemente la secretaria de Estado Hillary Clinton, convencida de que «a lo largo de sus 236 años de existencia, Estados Unidos ha defendido la democracia en el mundo entero», debemos recordar que esto le costó unas 160 guerras exteriores antes de 1940, en su mayoría guerras de injerencia, en busca de la anexión de territorios o de la expansión.

Lo que conviene normalizar es el carácter revolucionario, nacional islámico y místico de Irán. Esto ya figura como necesidad y prioridad en las agendas políticas occidentales (Estados Unidos, Israel, Unión Europea): hay que convertir a Irán en una democracia liberal.

Quiéralo o no, la República Islámica tiene que fundirse en el gran caldero de las sociedades disgregadas, dentro de un espacio regional de libre cambio, como el que justifica la construcción europea, por ejemplo, donde la fragmentación social, por no decir atomización individualista, permite la máxima segmentación de los mercados. Ello servirá para desmultiplicar los actos y los actores económicos: minorías étnicas, confesionales, sectarias y sexuales, mujeres, grupos de edad subdividas a su vez; así es como los niños se convierten en objetivos de la publicidad a los 2 años de edad, edad para una precoz inmersión escolar. Dicha segmentación ad libitum choca con las barreras morales, o sea con aquello que conlleva cierta rigidez en las costumbres; pero se trata de una segmentación imprescindible para la plena integración del país en el mercado único o unificado dentro del sistema-mundo.

El sistema-mundo se estructura en torno a unos pocos centros nerviosos y sus satélites, las grandes plazas bursátiles. Las principales son la City de Londres, la isla de Manhattan, Francfort y también la bolsa de materias primas en Chicago, donde se decide el destino de la alimentación de los pueblos del mundo, especialmente de los pueblos del Tercer Mundo, que padecen los flujos y reflujos de las tasas de cambio inducidos por la especulación frenética y se encuentran por lo tanto indefensos ante las turbulencias de los mercados, extremadamente inestables.

Es que la volatilidad necesaria, o mejor dicho consustancial de la economía financierizada, exige una flexibilidad y sobre todo una movilidad de la producción y los circuitos de distribución, lo cual requiere cada vez más deslocalizaciones y reestructuraciones que no afectan únicamente a las sociedades postindustriales, dando lugar a «planes de ajuste», o «planes sociales», considerados por el sistema como simples variables.

Se trata de un sistema económico que no tiene en cuenta el factor humano y de un sistema especulativo que se alimenta del desequilibrio mismo en que se mantienen los mercados, llegando a armarse un aquelarre donde prosperan los juegos a la baja o al alza, los delitos de iniciados, los rumores asesinos, las «ofertas públicas de compra» de tipo caníbal, etc. Este motor económico tiende a desbocarse del todo y acelera la sobreexplotación de los recursos naturales hasta agotarlos, con una simple finalidad, la destrucción masiva consumista, conocida como «crecimiento».

Ese es el núcleo del reactor económico que está a punto de salirse de control y que bien puede estarnos llevando a una fusión demoledora. Muchos lo comentan con toda razón, sin catastrofismo ni angustia neurótica. Después del Chernobyl financiero del 14 de septiembre 2008, está por llegar un Fukushima económico global, con el derrumbe del euro y el estallido de la Unión Europea, al que seguirá el probable colapso probable de Estados Unidos. Llegados a ese punto, una guerra de gran magnitud es lo único que pudiera salvar un sistema que ya alcanzó una velocidad tan alocada que implica pérdida de control, porque ha alcanzado la fase de agotamiento de sus recursos dinámicos.

La destrucción de Irán debe dar paso a la salvación de Occidente, evitarle la quiebra, y tal vez –esperanza bastante quimérica– dar un nuevo impulso al sistema, hacerle entrar en un nuevo ciclo rico de potencialidades abiertas gracias a la economía «verde». Con lo verde, se procura darle un barniz ético al sistema que empezó su ascenso vertiginoso a finales del siglo XIX mediante el abandono casi total de los frenos impuestos por el «orden moral» de antaño, hoy en día repudiado porque estaba fundado en metafísicas y en un edificio teológico. Si bien la transgresión de los imperativos morales era algo frecuente en el pasado, cada cual sabía al menos dónde se situaba el límite a respetar y cuál era la regla. Uno trataba de mantenerse en el marco de lo éticamente aceptable y próximo al eje del deber, al menos en apariencia.

Hoy se ha llegado al divorcio completo con el capitalismo patrimonial respaldado en cierta trascendencia, a raíz de la gran «ruptura epistémica» de fines de los años 1960. Regía hasta entonces lo que Werner Sombart y Max Weber habían explorado y que ilustraba el ministro francés Guizot con una sonora consigna: «¡Enriqueceos!», dándose por sentado que había que hacerlo «mediante el trabajo, el ahorro y la probidad», nada que ver con el enriquecimiento a través de la especulación y la ruina de los peones de la bolsa o de la producción.

La desregulación empieza en realidad por la desreglamentación metafísica. «Si Dios no existe, todo está permitido», decía Dostoievski. Pero además, el sistema se vale de dos caras para una misma realidad: por un lado, la utopía o el espejismo colectivista, y por el otro, la ilusión o mentira liberal, fundadas en el mito de la autorregulación de los mercados, de la mano invisible y, al final, de la democracia «representativa». El modelo se vio además tergiversado e incluso viciado por ciertos mecanismos concebidos expresamente para perennizar rentas de situación y monopolios, de los que gozaban las nomenklaturasdel Este, donde la vox populi padecía una expropiación semejante a la que conocemos hoy día a nivel del debate público. La «dictablanda» ya ha dejado paso a la «democratura», o sea al verdadero rostro de la democracia confiscada.

El feroz ateísmo de las sociedades colectivistas que se gestaron a raíz de la Revolución de 1917 sobre la base del materialismo dialéctico, convertido en seudociencia, es lo que anunció el materialismo triunfante del anarcocapitalismo, último avatar desestatizado, descentralizado, proteiforme y falaz. Ya no tenemos «ni Dios ni amo» pero sí una inmensa muchedumbre de esclavos, empezando por las víctimas del endeudamiento con tasas variables y usureras.

En realidad, todo esto ocurre en el plano de la larga duración, a la escala de los tiempos modernos que debe tener en cuenta la aceleración presente de los acontecimientos. La escala de los tiempos no es algo fijo, de modo que la velocidad de los acontecimientos crece de manera vertiginosa en ciertas coyunturas históricas, cuando nos acercamos a la boca del embudo. Hoy en día, una década vale lo que un siglo o dos de antes y la aceleración no termina nunca… «La decadencia del imperio romano duró 4 siglos, la nuestra sólo tomará 4 años…», decía el excepcional filólogo que fue Georges Dumezil pocos años antes de fallecer, en 1986. Es cierto, estamos viviendo una ruptura cataclísmica con el mundo tradicional, un trastorno de las conductas y los modos de pensar, un caos organizado y la irrupción en la vida corriente de técnicas mutágenas tales como telecomunicaciones por satélite, inteligencia artificial, enlaces entre individuos a través de redes transcontinentales. Al mismo tiempo se da la desrealización del mundo, lo cual se manifiesta por su proyección virtual en las pantallas parietales de la imaginación colectiva.

¿Por qué vuelvo a insistir sobre la aceleración de la historia humana? Porque se trata de una descomposición visible y recomposición aleatoria. Esta es la fase que actualmente atraviesan la ideología pretexto del «choque de civilizaciones», en boga desde 1996, y la dudosa tesis (algunos pretenden que ni siquiera sus promotores se la creen) del estadounidense Samuel Huntington. Es también la que sirve de telón de fondo para los grandes cambios geopolíticos y sirve de justificación para la multiplicación de los conflictos con el mundo islámico y dentro del mismo.

Lo cierto es que el factor religioso no desempeña un papel central en cuanto causalidad maestra en la hipótesis del choque entre civilizaciones. Por ejemplo, Riad y Doha, capitales del fundamentalismo wahabita, están en el Medio Oriente muy estrechamente asociadas al «destino manifiesto» del puritanismo estadounidense… lo cual tiende también a demostrar que modernidad y tradición pueden convivir perfectamente en un terreno donde el comercio de hidrocarburos, mercados de armamento, Kriegspiel y guerras subversivas ocupan un lugar eminente. Véase la guerra de Libia en la que la implicación de Qatar está muy documentada. El diario conservador Le Figaro ya señalaba, el 6 de noviembre de 2011, que Doha había contratado 5 000 hombres de sus Fuerzas especiales en el escenario libio.

Obsérvese –y resulto harto paradójico según ese esquema– que las primaveras árabes de 2011 están dando a luz, una tras otra, gobiernos dominados por los islamistas –Hermandad Musulmana y diversos componentes salafistas– apadrinados a la vez por la Turquía neo-otomana y por el wahabismo rigorista de las dos susodichas monarquías… con la bendición de Washington. La integración de estos nuevos poderes religiosos en el plan de reconfiguración del Gran Oriente, desde las Columnas de Hércules hasta el río Indus, contradice del todo la teoría de la incompatibilidad entre civilizaciones.Las “primaveras árabes” han parido gobiernos regidos por la Hermandad Musulmana y componentes salafistas, apadrinados a su vez por Turquía y por el wahabismo rigorista de Qatar y Arabia Saudita… con la bendición de Washington.

En realidad, estamos ante una lectura «a la medida» –según el enfoque de Washington– de las resistencias que han venido manifestando las sociedades tradicionales constituidas en Estados nacionales a lo largo del siglo XX, pero cuyos arcaísmos –tal vez se pueda hablar de inercia cultural– obstaculizan su apertura completa e incondicional al comercio transnacional, al libre acceso de los operadores e inversionistas que quieren valorizar y explotar racionalmente –ahora se dice además «de forma sostenible»– las potencialidades geográficas y los recursos, tanto naturales como humanos, que ofrece tal o más cual zona de interés económico y por lo tanto geoestratégico.

Según esta perspectiva, la idea misma de Nación entra en contradicción con la de libre intercambio, idea según la cual hay que eliminar las puertas y ventanas [para evitar que se cierren]. La política de la cañonera actualizada (esa misma que practicara el comodoro M. C. Perry frente a Tokio en julio de 1853, intimidación que dio resultados y abrió un año más tarde, en marzo 1954, con la Convención de Kanagawa, los puertos japoneses a los navíos mercantes estadounidenses) es lo que practicaron en el pasado los B52 y más tarde los drones asesinos, que son los que hoy llevan el «evangelio» de la democracia, sinónimo de libre mercado. Ya no se menciona ingenuamente el comercio sino que se le ha sustituido con elegancia aquello de las urgencias humanitarias, la liberación de las mujeres, la autodeterminación de las minorías étnicas o confesionales, todo lo cual se mezcla en el «deber de asistencia» y el «derecho de injerencia» del fuerte en auxilio del débil.

A fin de cuentas, la teoría tendiente a declarar ineludibles la confrontación entre áreas culturales y bloques confesionales –cristiandad occidental y ortodoxia eslava frente a Islam, confucianismo etc.– legitima a priori ciertas guerras en realidad premeditadas, es decir programadas y planificadas, guerras por encargo, ajenas a cualquier idealismo, que apuntan in fine a objetivos triviales, de naturaleza geoeconómica, geoenergética y hegemónica. En realidad, las supuestamente irreductibles incompatibilidades civilizacionales no son nada fatales, ni siquiera se trata de verdades definitivamente establecidas… Así que no proceden de culturas perversas a las que habría que rehabilitar por negarse a convertirse a los beneficios del consumo desenfrenado, desafuero que hace de la posesión de bienes efímeros, intercambiables y perecederos, el colmo de la plenitud individual y existencial. No, el choque abusivamente llamado civilizacional, las guerras efectivas y las guerras en gestación proceden más bien de un modelo de sociedad expansionista por naturaleza o, por decirlo en otras palabras, imperialista o bulímica sui generis, en busca de legitimación «científica» ya que hoy día es la supuesta la ciencia la que ocupa el lugar de la moral natural.

Se trata, en definitiva, de un modelo que está devorando el planeta, los recursos, los pueblos y los hombres. Claro, el sistema no podría existir sin los hombres que lo encarnan, lo promueven y lo sirven… a veces con un celo excesivo y en algunos casos con una falta total de sentido moral. Pensemos en estas figuras emblemáticas del falso semblante del bien, lo que fueron, en el ejercicio de sus funciones, los Bush y Blair (a quien la Inglaterra popular llama «Bliar», o sea el mentiroso) los culpables de las guerras de Afganistán e Irak, sobre la base de mentiras como aquella de las armas de destrucción masiva de Irak o el mito de al-Qaeda.

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